Mons. Ladaria presenta el libro sobre la eclesiología de san Juan de Ávila
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- Miércoles, 04 Marzo 2015 12:05
- Luis F. Ladaria
Mons. Luis F. Ladaria, Arzobispo Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe hace la presentación del libro recien publicado por la BAC Santidad y pecado en la Iglesia. Hacia una eclesiología de San Juan de Ávila.
Roma, 10 de mayo de 2014, festividad de San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia
Algunas razones de peso avalan la oportunidad de esta nueva edición, debidamente actualizada, de la obra de Mons. Juan del Río, Santidad y pecado en la Iglesia. Hacia una eclesiología de San Juan de Ávila, que se publicó por vez primera en 1986. Es claro que se ha de mencionar ante todo el valor intrínseco de la obra. La eclesiología del Santo Apóstol de Andalucía no había sido hasta aquel momento objeto de muchos estudios, porque otros aspectos de su obra destacan más a primera vista. Añádase a esto que San Juan de Ávila, como era normal en los autores de su tiempo, no dedicó específicamente ninguna obra a la teología de la Iglesia.
El estudio de Mons. Juan del Río supuso una ingente labor de síntesis y de sistematización de datos y elementos dispersos en la amplia producción del Maestro. Focalizar precisamente en la santidad de la Iglesia el estudio del amplio material que debía ser objeto de consideración fue un acierto indudable. La santidad de la Iglesia es la segunda de las «notas» que encontramos en el credo Niceno-constantinopolitano. A diferencia de los otros atributos, aparece siempre en las diferentes versiones del credo Apostólico. Y no podemos olvidar que ya San Ignacio de Antioquía habla de la «Iglesia santa» en el prólogo de su carta a los Tralianos. Según algunos escritos del Nuevo Testamento los «santos» son los fieles cristianos (cf. 1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1), que forman unidos a Cristo una «nación santa» (1 Pe 2,9). Solamente en el don del Espíritu puede tener su fuente esta santidad, nunca en la iniciativa o en los méritos de los hombres. San Juan de Ávila no vacila, es contundente en este punto como en todas las cuestiones doctrinales fundamentales.
Pero si la santidad es el gran don a su Iglesia del Dios tres veces Santo, sabemos bien que el pecado de los cristianos es siempre una realidad que desfigura la imagen del pueblo de Dios. La Iglesia santa está siempre necesitada de purificación, «sancta simul et semper purificanda», como enseña el concilio Vaticano II (LG 8). El problema sigue siendo actual. ¿Qué significa y cómo hay que entender este entrecruzamiento de santidad y de pecado, de obra del Espíritu y resistencia humana a su acción que nos hace a todos, y a la Iglesia misma, necesitados de penitencia y de renovación? La contribución de San Juan de Ávila sigue ofreciendo luz en los tiempos presentes y la obra de Mons. del Río nos la transmite con competencia y fidelidad.
Hubiera valido la pena en todo caso publicar en este momento la obra que nos ocupa: pero es posible que no se hubiera llevado a cabo si no se hubiera producido un acontecimiento de gran importancia para la vida de la Iglesia universal y especialmente para la Iglesia de España. Me refiero a la proclamación de San Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia universal por el papa Benedicto XVI el 7 de octubre de 2012, durante la misa inaugural de la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada en la Plaza de San Pedro. En virtud de esta proclamación San Juan de Ávila goza de una mayor autoridad doctrinal en la Iglesia. El estudio de su pensamiento recibe un nuevo impulso y el conocimiento del mismo se hace más necesario. El papa Benedicto XVI definió así a San Juan de Ávila en la homilía de la citada celebración: «Profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, estaba dotado de un ardiente espíritu misionero. Supo penetrar con singular profundidad en los misterios de la redención obrada por Cristo para la humanidad. Hombre de Dios, unía la oración constante con la acción apostólica. Se dedicó a la predicación y al incremento de la práctica de los sacramentos, concentrando sus esfuerzos en mejorar la formación de los candidatos al sacerdocio, de los religiosos y de los laicos, con vistas a una fecunda reforma de la Iglesia».
Estas palabras no necesitan mucha glosa. Explican con claridad por qué San Juan de Ávila tiene una palabra que decirnos casi 450 años después de su muerte. El estudio y el conocimiento de la Escritura es para la Iglesia un reto perenne. Nos lo ha dicho con claridad el concilio Vaticano II (const. dogmática Dei Verbum), y lo reafirmó Benedicto XVI en la exhortación postsinodal Verbum Domini. Nunca llegaremos hasta el final. La Iglesia, también según el concilio Vaticano II «es, por su naturaleza, misionera» (AG 2; cf. LG 17). Juan de Ávila desarrolló su actividad en España, en Andalucía más en concreto, porque no le fue concedido realizar su deseo de propagar la fe en el Nuevo Mundo. Pero no por ello disminuyó su ardor por el anuncio de Cristo. Profundizó en su misterio, en el misterio eterno de Cristo, redentor de todos y centro de la historia, «el Primero y el Último» (Ap 1,17), y que es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8). Su acción apostólica se nutría de un profundo contacto con Dios; la oración y el apostolado no fueron nunca para él una alternativa. Fomentó la práctica de los sacramentos y su preocupación pastoral abrazó a los hombres y mujeres de toda condición sin olvidar a nadie. Podemos tomarlo como modelo en nuestros tiempos en los que todos somos invitados a una nueva evangelización. El Maestro Ávila fue un hombre de su época, conocedor de los movimientos espirituales y teológicos que corrían por la Europa del siglo xvi, pero a la vez supo discernir muy sabiamente el trigo de la cizaña. Siguió con atención los trabajosos desarrollos del concilio de Trento y asimiló profundamente sus enseñanzas.
Por sus méritos intrínsecos y por la nueva actualidad de San Juan de Ávila vale la pena publicar esta obra. Pero, además, me interesa poner de relieve que, cuando Mons. Juan del Río realizó su investigación doctoral, tuvo a su disposición la antigua edición en seis volúmenes de las obras de San Juan de Ávila de la Biblioteca de Autores Cristianos. Era indudablemente una edición fiable, pero que con el avance de los conocimientos acerca del Santo Maestro se podía mejorar. En los últimos años la misma editorial ha emprendido y llevado felizmente a término una nueva edición de los escritos del ahora Doctor de la Iglesia. Se imponía el laborioso esfuerzo de revisar las citas y ajustar las referencias para acomodarlas a esta más reciente edición crítica. La obra, por tanto, sale ahora remozada, puesta al día en un aspecto tan central como es citar al autor estudiado con las máximas garantías de fidelidad a su letra y a su espíritu. Si me refiero a este detalle no es solamente para alabar el trabajo de puesta al día, que ciertamente merece todo encomio; es, sobre todo, porque la obra que presentamos tiene, entre otros méritos, el de dejar hablar a San Juan de Ávila. No se interpone entre el Santo y el lector, sino que se lo hace accesible, se lo pone al alcance de la mano. Que el texto que se le ofrece sea el más exacto posible es un servicio que sabrán apreciar en todo su valor quienes tomen en sus manos este volumen.
No me queda más que desear y esperar que sean muchos quienes se aprovechen de este libro para penetrar mejor el pensamiento y las enseñanzas de San Juan de Ávila y sobre todo para crecer en el conocimiento de Aquel a quien el Santo dedicó toda su vida y esfuerzos.