Breve de beatificación

Breve Apostólico “Apostolicis Operariis”, por el que el Papa León XIII beatifica al Siervo de Dios Juan de Ávila, 6 de abril de 1894.

 

La Iglesia de Dios nunca ha carecido de operarios apostólicos, que el Señor del Evangelio envía con suma providencia para cuidar su viña. Igualmente, el mandato saludable que el Redentor del género humano dio a sus discípulos: “Id y enseñad a todas las gentes”, ha estado vigente en todas las épocas en la Iglesia de tal forma, que nunca han faltado valientes ministros de Cristo que anunciaran la Sabiduría divina abundantemente a los pueblos. Entre estos excelsos pregoneros de la suprema verdad, sabiduría y santidad, merecedores de alabanza, hay que incluir con todo derecho al Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila, presbítero secular, que vivió en el siglo XVI en la nobilísima tierra de España, cuna de tantos santos, y a quien se le conocía con el sobrenombre de “Maestro” por su singular arte en la dirección espiritual.

Nació en la ciudad de Almodóvar, del Priorato de Clunia, el 6 de enero del año 1500, siendo sus padres en el honrado lugar Alonso de Ávila y Catalina Gijona. En su infancia su admirable carácter virtuoso brillaba como un ejemplo para sus iguales por la dedicación a la piedad, la inocencia de vida, la modestia y el pudor, guardián de la virtud. De adolescente se dedicó con diligencia a los estudios de Humanidades y Letras y en poco tiempo, debido a la agudeza de su ingenio, progresó tanto en las disciplinas liberales, que a los catorce años ingresó en la Universidad de Salamanca. Pero allí, mientras se aplicaba con diligencia a los estudios de Derecho, fue tocado por el misterioso designio de Dios, que le hablaba al corazón y le invitaba con voz de amigo a subir más arriba. Menospreciando inmediatamente todo lo que supiera a terreno, dejó la Universidad y volvió a la casa paterna y comenzó a llevar una vida oculta con Cristo en el Señor, encerrado en un humilde aposento y guiado por el amor a la penitencia y a la soledad. Por lo cual, buscando el amor particular de aquel divino Cordero que pace entre lirios, sometía su cuerpo inocente a ayunos, vigilias y disciplinas y alimentaba su natural sencillez de alma y el candor de sus costumbres con toda clase de ejercicios piadosos.

Ya habían pasado tres años desde que el Venerable Siervo de Dios Juan había adoptado tan áspero modo de vida, cuando, movido por los consejos de un piadoso Padre de la Orden de San Francisco de Asís, se decidió a estudiar Filosofía y sagrada Teología, con el deseo de ser sacerdote. Progresó tanto en esos difíciles estudios, que sus mismos profesores, viendo su agudo ingenio, su firme memoria y su diligente laboriosidad, le auguraron que pronto habría de ser el hombre más sabio de toda España. Acabados los estudios y ordenado sacerdote, se entregó por completo a la perfección de todas las virtudes y, ardiendo en deseos del ministerio apostólico, decidió ir como misionero a las Indias extremas. Por ello vende su patrimonio, se lo da a los pobres, y se ofrece como compañero al primer Obispo de Tlaxcala, que estaba a punto de embarcarse para Méjico. Pero, mientras esperaba en Sevilla el tiempo favorable para navegar, Don Alonso Manrique, Arzobispo de aquella ciudad y Jefe supremo de la Inquisición española, llevando a mal que un varón de piedad y doctrina tan eximia abandonara su tierra natal, retuvo junto a sí al Venerable Siervo de Dios, y a pesar de su petición de marchar, lo mandó permanecer en España.

Éste, obedeciendo su mandato y siguiendo los deseos de dicho Obispo, que, mirando el bien espiritual de la grey a él confiada, lo llamaba a llevar a cabo los trabajos apostólicos en la patria, comenzó a predicar en aquella provincia dificilísima, en la que, animando a muchos operarios apostólicos, trabajó con desvelo y constancia durante cuarenta y cinco años. En efecto, ilumina con su predicación sagrada las ciudades de Sevilla, Córdoba, Granada, Écija, Baeza, Montilla y otras ciudades de Andalucía. Al pueblo que se acerca a él en masa con deseos de escucharle, lo invita a preocuparse de las cosas divinas con sus palabras elocuentes y con el ejemplo de su santidad. Allí donde predica revive la gloria de las costumbres cristianas. Era de ver al pueblo pendiente de su boca, mientras el predicador sagrado, con la cara y los ojos resplandecientes de modo admirable, increpaba los vicios con ásperas palabras, provocando a veces las lágrimas y otras veces tocando el corazón de los oyentes con el saludable temor de Dios. No faltaron frutos abundantes. No pocas rivalidades desaparecieron por su influjo; se extinguieron enemistades; se restituyó la paz en los hogares; se arrancaron de raíz vicios inveterados; se impulsó la integridad de las costumbres, la piedad y el celo por la salvación eterna de las almas. Tantos y tan grandes beneficios para aquellas regiones brotaron de las correrías apostólicas de Juan, que con todo derecho y mérito el Venerable Siervo de Dios fue tenido y llamado como Maestro Ávila y Apóstol de Andalucía.

Pero no sólo con su palabra y con sus piadosos sermones desde el púlpito se preocupó de todo aquello que convenía bien, próspera y felizmente al nombre Católico, sino que también con obras y con escritos aconsejó y dirigió las almas de los fieles en el camino de la perfección espiritual. Acostumbraba visitar a los enfermos, acompañar al alma de los moribundos, ayudar a familias pobres y necesitadas, consolar a los agobiados, ayudar diariamente al prójimo con el consejo y las obras, en la medida de lo posible. Escuchaba benignamente en el confesionario a quienes estaban cargados del peso de su conciencia. Igual ilustraba las Sagradas Escrituras desde la cátedra con comentarios eruditos, que enseñaba la catequesis a los niños y al pueblo con palabras llanas. En las Cartas que escribió quedan pruebas admirables de su santidad y sabiduría.

Pero, habiéndose dedicado tan celosamente a procurar la salvación de los demás, no descuidó en absoluto proseguir en la perfección y plenitud de las virtudes que había abrazado, pues consideraba rectamente que convenía que él abundara en todos los méritos a los que exhortaba a otros y que los sermones tenían más valor si se confirmaban con el ejemplo. Por este motivo su fama se extendió de tal modo que los Romanos Pontífices antecesores nuestros le concedieron facultades amplísimas y varones muy Santos, a los que ya hace tiempo la Iglesia venera como adscritos en el orden de los Bienaventurados, quisieron dirigirse por sus consejos y lo llamaron Maestro. Así, el Venerable Siervo de Dios Ávila, después de haber convertido a un estilo de vida honesta a San Juan de Dios, lo animó con la palabra y el ejemplo a recorrer el camino de la perfección y de la santidad. Tuvo amistad con San Ignacio de Loyola y apoyó con todo afecto a la Compañía de Jesús que estaba naciendo en España. Exhortó a San Francisco de Borja a que abandonara la Casa real y se despidiera de las ataduras del mundo. Finalmente iluminó con sabios avisos y consejos a San Pedro de Alcántara y a Santa Teresa de Jesús.

Cuando España entera lo admiraba como un oráculo de la divina voluntad revestido de estola de honor tan espléndida, entrado ya en el año septuagésimo de su vida, el Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila agotado por sus trabajos apostólicos y por una larga enfermedad, se durmió en el Señor en Montilla el 10 de Mayo del año 1569, con una muerte placidísima, pronunciando los suavísimos nombres de María y de Jesús. Pero con la muerte no pereció la memoria del Venerable Siervo de Dios, sino que mientras su cuerpo reposaba en el sepulcro, las generaciones posteriores siguieron recibiendo la memoria de sus virtudes. En efecto, la fama de santidad que ya había sido preclara mientras vivía, fue mayor después de su muerte y se acrecentó de día en día probada con innumerables portentos que mostraban el patrocinio del santo como grato y acepto a Dios.

Por eso se comenzó a mover en la Congregación de los Sagrados Ritos la causa de Beatificación y Canonización del Venerable Siervo de Dios. Realizado todo lo que mandan las Constituciones Apostólicas en este género de Causas, el Papa Clemente XIII de feliz memoria, por Decreto dado el 8 de febrero de 1759 declaraba que el Venerable Siervo de Dios había ejercitado las virtudes en grado heroico. Después en la misma Congregación de los Sagrados Ritos se instruyó el juicio sobre los milagros que se presentaban como concedidos por Dios por intercesión del Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila y, después de ponderar todo con absoluta severidad, se juzgaron tres milagros como verdaderos y demostrados. Nos mismo, por Decreto de 12 de Noviembre del año pasado hemos declarado la verdad de dichos milagros. Sólo faltaba que Nuestros Venerables Hermanos S.R.E. los Cardenales de la Congregación para la custodia de los Sagrados Ritos fueran consultados sobre si, constando la aprobación de virtudes heroicas y de milagros, según se ha dicho, consideraban que se podía proceder con seguridad a decretar los honores de los Beatos a este Siervo de Dios. Y éstos en la Congregación General tenida ante Nos el 28 de Noviembre de ese mismo año, respondieron unánimemente que se podía hacer con seguridad. Pero en asunto de tanta importancia diferimos abrir nuestra mente hasta que no invocáramos la ayuda del Padre de las luces con fervientes plegarias. Habiendo hecho esto intensamente, finalmente en el Domingo primero de Cuaresma del presente año hemos pronunciado en solemne Decreto que se puede proceder a la Beatificación solemne del Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila llamado el Maestro.

Siendo esto así, Nos, apoyándonos en los deseos de los Sagrados Obispos de España, con nuestra Autoridad Apostólica, por la fuerza de estas Letras damos facultad para que el Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila, sacerdote secular, llamado Maestro, sea llamado en adelante con el nombre de Beato, que sus reliquias se propongan a la veneración pública de los fieles, pero no en rogativas solemnes, y que sus imágenes se decoren con rayos. Además, con nuestra misma autoridad concedemos que de él se recite el Oficio y la Misa de común de Confesores no Pontífices con las oraciones propias aprobadas por Nos, según las Rúbricas del Misal y del Breviario Romano. Y mandamos que se recite este Oficio y se celebre dicha Misa en las Diócesis de Toledo y Córdoba y en el Priorato de Clunia por todos los fieles que están obligados a recitar las horas canónicas y, en cuanto a las Misas, por todos los sacerdotes tanto seculares como regulares que estén en las Iglesias de que se trata. Finalmente concedemos que las solemnidades de la Beatificación del Venerable Siervo de Dios Juan de Ávila se celebren en los referidos templos con Oficio y Misas de Rito doble mayor. Y mandamos que esto se realice en el día que decida el Ordinario, dentro del tiempo de un año después de que se celebre la solemne beatificación en la Basílica Vaticana. No estando en contra las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas y los decretos editados sobre el no culto o cualquier otro en contrario. Queremos que con los ejemplares de estas Letras, incluso impresos, firmados por el Secretario de la Congregación de los Ritos Sagrados y sellados con el Sello del Prefecto, se haga fe incluso en disputas judiciales, como prueba de nuestra voluntad manifestada en estas Letras. Dado en Roma junto a San Pedro bajo el anillo del Pescador, el 6 de Abril de 1894, año decimoséptimo de nuestro Pontificado.



Acta Sanctae Sedis 27 (1894-1895) 75-79.