Con las botas puestas

Mons. Antonio Algora

Obispo de Ciudad Real

05.05.2013

El próximo viernes celebraremos la Fiesta de san Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia, y, con ese motivo, los sacerdotes nos reuniremos, este año, en el pueblo del santo: Almodóvar del Campo, a dar gracias al Señor por los sacerdotes que nos da y muy especialmente por los que celebran 50 y 25 años de sacerdocio. Bodas de oro y plata que nos hablan de fidelidad y amor a nuestra tierra y a nuestra gente. Pocos son los 226 curas y dos obispos para 500.000 habitantes, pues, aun cuando 40 estén jubilados de sus responsabilidades pastorales directas, siguen con las botas puestas sirviendo a la Iglesia con las ayudas que suelen prestar en capellanías y parroquias o, sin ninguna actividad pastoral directa, ofreciéndose con Jesucristo en la cruz, celebrando la Eucaristía a pesar de su menor movilidad desde su lugar de residencia.

Muy pocos son el número de sacerdotes que tenemos para llegar con cierto sosiego a atender las necesidades espirituales del pueblo cristiano. Poquísimos sacerdotes misioneros de nuestra diócesis, apenas media docena, para las diócesis hermanas que continuamente solicitan nuestra ayuda.

Pero ¿valoramos lo que el sacerdote es? ¿Valoramos lo que hace? San Juan de Ávila, valorando la predicación en la Iglesia, subraya: «De los predicadores del Evangelio dice Isaías: El Redemptor del mundo dice de ellos que son luz del mundo; que están puestos sobre candelero; que son ciudades asentadas sobre monte» (Is 62, 2), ofreciendo la Verdad no lo que nos gustaría oír sin más: «El verdadero predicador, de tal manera tiene de tratar su palabra de Dios y sus negocios, que principalmente pretenda la gloria de Dios. Porque si anda a contentar los hombres, no acabará; sino que a cada paso trocará el Evangelio y le dará contrarios sentidos, o enseñará doctrina contraria a la voluntad de Dios: hará que diga Dios lo que no quiso decir».

¿Queremos al sacerdote para que nos haga solo servicios religiosos? Nuestro Santo Doctor se fijaba especialmente en la identidad del sacerdote ministro, en cuanto tal, como se hace patente en la Eucaristía, puesto que «el sacerdote en el altar representa en la misa a Jesucristo nuestro Señor». El Señor pone en manos de sus sacerdotes, «su poder, su honra, su riqueza y su mesma persona».

Representar a Cristo y pronunciar las palabras de la consagración en su nombre, es una muestra de su amor: «con inefable amor dio poder a los sacerdotes ordenados [..] que, diciendo las palabras que el Señor dijo sobre el pan y vino, hagan cada vez que quisieren lo mismo que el Señor hizo el Jueves Santo».

Y con parecidos términos, hablando del sacramento de la Confesión, que, además, es un medio privilegiado de dirección espiritual. Por la Confesión se nos quitan los pecados: «despojarnos del hombre viejo y vestirnos del nuevo y de Jesucristo». «¡Cuán mal te sabemos agradecer el poder que has dado a los sacerdotes y cómo los has hecho despenseros de tus merecimientos!». «Los confesores son como las redes, en cuyas mallas vienen a parar las almas movidas del Señor o por medio de los predicadores o de otras inspiraciones del Señor».

Valoremos, pues, en nuestra vida cristiana la persona del sacerdote no por lo que me guste o disguste sino por lo que es y significa para ofrecernos a todos la presencia del Señor Resucitado con su propia vida consagrada y con su acción apostólica. Gracias sean dadas a Dios por ellos. 

Vuestro obispo,

+ Antonio