Miradas actuales al nuevo Doctor. Evangelizador

Evangelizador1

María Jesús Fernández Cordero
Universidad Pontificia Comillas, Madrid

 

Introducción: Juan de Ávila, predicador del Evangelio al modo evangélico

La categoría de evangelizador es ―junto con la de sacerdote― abarcadora de todas las dimensiones del ministerio de Juan de Ávila: cuando predica, escribe, acompaña, funda colegios, estudia, reflexiona sobre la reforma de la Iglesia, aconseja…, incluso cuando ora, guarda silencio o sufre, está movido por el deseo de que Dios sea conocido, servido y alabado y que todos puedan acceder a la vida de Dios, recibir y acoger el Evangelio. En el lenguaje y las categorías del siglo XVI la más próxima a lo que aquí nos ocupa era la de «predicador del Evangelio». Cuando Fr. Luis de Granada escribió la Vida de Juan de Ávila, escogió el siguiente título: Vida del Padre Maestro Juan de Ávila y las partes que ha de tener un predicador del Evangelio; en la dedicatoria de la obra a Juan de Ribera, arzobispo de Valencia, afirmaba que en ella «se nos representa una perfecta imagen del Predicador evangélico». Así aparece vinculado desde el principio el sentido objetivo y subjetivo, el contenido de este ministerio y el modo de llevarlo a cabo: Juan de Ávila habría encarnado la figura de un predicador del Evangelio al modo evangélico.

 1. Juan de Ávila, predicador del Evangelio

La buena noticia de Jesucristo:

«No hay ánima que tan desconsolada esté, que la nueva alegre de quién es Jesucristo no baste a levantarla de la tristeza y desconfianza y henchirla de gozo, si de ella se quiere aprovechar» (Carta 44).

Juan de Ávila ― situardo en la renovación de la predicación a partir de las fuentes bíblicas y patrísticas―  rescata el sentido más original de la predicación cristiana como anuncio del Evangelio, de la buena noticia de Jesucristo. Tanto en los sermones como en las cartas, y en todo lo que hace, su empeño consiste en que las personas reciban esta buena noticia, reciban a Jesucristo mismo en sus vidas.

 Predicador de Jesucristo crucificado:

«El mismo Criador nos vino a testificar su amor con el testimonio más cierto que hay; el cual es no sólo dar, porque aquello poco duele, mas darse y padecer por nosotros, lo cual es tanto mayor señal de amor, cuanto va de su persona a los dones. Y este testimonio, porque sin duda fuese de nos recibido, firmólo con su muerte, habiéndolo escrito con sangre; […] sepan los hombres que son amados de Cristo, pues puso por nosotros lo último que se pudo poner» (Carta 81).

Si la Cruz constituye el punto culminante de la predicación de Jesús, hecha silencio, entrega y perdón, el Crucificado ha de ser también el centro de la predicación de sus mensajeros, asimismo con la palabra y la entrega silenciosa de la vida. Hay aquí una profunda huella paulina.

 Predicador de la palabra de Dios bajo la acción del Espíritu en la Iglesia:

«…ha de ser por la determinación de la Iglesia católica, a interpretación de los santos de ella, en los cuales habló el mismo Espíritu Santo […]. Pues que cada Escritura se ha de leer y declarar con el mismo espíritu con que fue hecha» (Audi, filia [1]).

En la primera edición del Audi, filia, Juan de Ávila recomendaba la lectura de la Escritura porque «tener conocimiento de Dios y de lo que cumple a nuestra salud, no se alcanza sino por sabiduría de la palabra de Dios». También a los predicadores les recordaba la necesidad de interpretar la Escritura en la Iglesia y bajo su guía: la misión del predicador sólo se realiza auténticamente en la comunión eclesial, la cual es, a su vez, obra del Espíritu Santo.

 “Nuestro Señor lo ha llamado para engendrarle hijos a gloria suya”:

«…teniendo Él espíritu para ganar los perdidos, compasión para ganar las ánimas enajenadas de su Criador, palabra viva y eficaz para dar vida a los que la oyeren, consoladora para los contritos de corazón, linguam eruditam, ut sciam sustentare eum qui lassus est verbo (Is 50,4: lengua de discípulo, para saber sostener con palabras al cansado), quiso poner de este espíritu y de esta lengua en algunos, para que, a gloria suya, puedan gozar de título de padres del espiritual ser, como Él es llamado, según que San Pablo osadamente afirma: Per Evangelium ego vos genui (1 Cor 4,15): Os engendré por medio del Evangelio)» (Carta 1)

La misión del predicador del Evangelio, continuadora de la misión de Cristo, consiste en hacer nacer a los hombres a la vida filial del Hijo, para ser hijos en el Hijo, para recibir el Espíritu del Hijo que nos hace clamar: ¡Abbá, Padre! (cf. Gal 4,6).  Inherente a esta misión es, según Juan de Ávila, una espiritualidad que se caracteriza por «el espíritu de hijo para con Dios, Padre común, y el espíritu de padre para con los que Dios le diere por hijos».

2. Juan de Ávila, predicador al modo evangélico

Configurado con Jesucristo crucificado:

«… En la cruz me buscaste, me hallaste, me curaste y libraste y me amaste, dando tu vida y sangre por mí en manos de crueles sayones; pues en la cruz te quiero buscar y en ella te hallo, y hallándote me curas y me libras de mí, que soy el que contradice a tu amor, en quien está mi salud. Y libre de mi amor, enemigo tuyo, te respondo, aunque no con igualdad, empero con semejanza, al excesivo amor que en la cruz me tuviste, amándote yo y padeciendo por ti, como tú, amándome, moriste de amor de mí» (Carta 58).

El proceso inquisitorial se cruzó en su vida de joven sacerdote y dejó en él una profunda huella, en sentido humano y espiritual. Después, la cruz seguiría asomando en su vida de múltiples formas, y fue moldeando su personalidad de asceta y místico, de maestro de vida y de espiritualidad. Fue un hombre experto en dolores y sufrimientos, con una extraordinaria fidelidad a Cristo y a la predicación del Evangelio, prudente, pero sin dar un paso atrás cuando entendía que se jugaba tal fidelidad, y asombrosamente capacitado para el discernimiento, el acompañamiento espiritual y la transmisión de la fortaleza evangélica en situaciones de dolor y persecución. Había aprendido a encontrar su alegría en el Señor y había abrazado y hasta deseado el padecer con y por Cristo.

 El secreto de la fecundidad espiritual: “Amar mucho a nuestro Señor” y un “cuidadoso amor del bien de los otros”:

«Siendo preguntado por un virtuoso teólogo qué aviso le daba para hacer fructuosamente el oficio de la predicación, brevemente le respondió: “Amar mucho a Nuestro Señor”» (fr. Luis de Granada, Vida).

El amor de Dios, revelado en Cristo, y la gracia de su redención, no sólo constituyen el fundamento de la esperanza, sino que introducen al hombre en la misma dinámica de entrega que Jesucristo vivió. Juan de Ávila vivió esta respuesta amorosa a Dios desde su ser sacerdotal, que conllevaba de modo inseparable la oración y el sacrificio.

Orante: “Más imprime una palabra después de haber estado en oración que diez sin ella”:

«…más imprime una palabra después de haber estado en oración que diez sin ella. No en mucho hablar, mas en devotamente orar y bien obrar está el aprovechamiento. Y por eso así hemos de mantener a los otros, como nunca nos apartemos de nuestro pesebre y nunca falte el fuego de Dios en nuestro altar. No sea, pues, muy continuo demasiadamente en darse a otros, mas tenga sus buenos ratos diputados para sí; y crea en esto a quien lo ha bien probado» (Carta 4).

Tal planteamiento supone que la eficacia de la predicación depende más de actos espirituales que de grandes y continuas actividades, más de la hondura de vida alcanzada por el mensajero que de la abundancia de palabras que pueden caer en la superficialidad y la falta de significación. Con todo, Juan de Ávila conoce las exigencias del servicio pastoral y busca un equilibrio.

Pobre al servicio de los pobres:

«…habiendo Él traído la embajada del Padre con este tan humilde aparato, no se agradará que su embajador, pues es de rey celestial, vaya con aparato de mundo, pues dijo por San Juan: Sicut misit me Pater, et ego mittam vos (Jn 20,21). […] No piense vuestra señoría persuadir a nadie reformación, si él [vuestra señoría] no va reformado. Ni piense que por otros medios ha de ser su embajada provechosa, sino por los que Jesucristo por ordenación de su Padre tomó para cumplir la suya. […] gran temeridad es querer el siervo y criado huir de los medios que tomó el Hijo y tener en más la propia y carnal sabiduría que la de Dios» (Carta 182).

Para Juan de Ávila, la pobreza evangélica tiene que ver con la misión, por cuanto supone un elemento de coherencia con Aquel que envía y permite re-presentarle, hacerle presente, de manera eficaz. El orden de los medios, pues, tiene su importancia, sin que debamos reducir aquí la pobreza a lo material, sino que ha de ser la expresión externa del despojamiento interior hasta la entrega de sí.

Estilo evangélico y paulino: itinerancia, fraternidad y redes de relaciones:

«Pero de lo que yo más me maravillo es ver que con toda esta muchedumbre de sus continuas ocupaciones con los prójimos, no por eso perdía aquella acostumbrada mesura y serenidad del hombre exterior, ni tampoco el recogimiento y ejercicio del interior. Y la causa de esto parece haber sido la orden de su vida; porque el día daba a los prójimos; más la noche, a imitación de Cristo, gastaba con Dios» (fr. Luis de Granada, Vida).

El ministerio público de Jesús y el de san Pablo constituyeron los dos grandes modelos inspiradores de Juan de Ávila. Características: La itinerancia: Ávila nunca quiso establecerse de modo definitivo en un lugar. La fraternidad en el ejercicio del ministerio: nunca fue un presbítero solo: siempre tuvo referencias, y si ganó discípulos fue para desplegar con ellos toda una acción misionera y evangelizadora. Redes de relaciones al servicio de la misión: el Evangelio se transmitía por estas redes a base de encuentros personales que fomentaban la conversación espiritual, las lecturas espirituales, la confianza, las referencias de vida y los compromisos apostólicos. Toda su enorme actividad queda abrazada y orientada por su profundidad interior.

La verdadera alegría, frente a la vanagloria:

«Fidelísimo fue Cristo a su Padre, cuya gloria siempre predicó y buscó; en los milagros que hacía y palabras que predicaba, todo decía que le venía del Padre y que alabasen al Padre; y así los predicadores de Cristo a su gloria han de predicar y a Él referir todo lo que bien obran y hablan, para que así sean coronados por Él, como Él lo fue por el Padre» (Carta 4).

«Por el fruto que nuestro Señor da, se den gracias a Él; porque tan poco es en nuestra mano hacerlo, como que la tierra dé fruto no lloviendo el cielo. Y aunque el galardón del sembrador no esté colgado del fruto que nace, mas de la caridad de la honra de Dios y del provecho del prójimo, y de los trabajos que por ello pasa; mas todavía se debe gozar porque lo haya Dios hecho instrumento y aposentador para que Él more en las almas, según nos enseñó Jesucristo, cuando una vez que leemos haberse gozado, fue en espíritu (cf. Lc 10,21) y venidos los discípulos de predicar; dando a entender en esto que el gozo del cristiano no ha de ser otro sino de ver el Evangelio publicado y recibido. En esto gozo no ha de tener parte la vanidad, mas ha de ser en el Espíritu Santo, gozándose de la conjunción de las ánimas con su Dios y atribuyéndole a Él buen suceso de este negocio» (Carta 165).

Si la misión es en realidad algo superior a las fuerzas humanas y para llevarla a cabo es necesario suplicar que Dios obre y hable en nosotros, al enviado le es preciso reconocer que sólo es tal, un mensajero, un pregonero, que habla y actúa en nombre de Otro. Juan de Ávila procuraba inculcar esto a todos los predicadores: una pureza y rectitud de intención que consistía en buscar sólo la gloria de Dios y una fidelidad total a Cristo, que es quien envía.

3. Conclusión: Juan de Ávila, modelo de evangelizadores

 «Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones» (Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa de apertura del Sínodo de los obispos y proclamación domo Doctores de la Iglesia de san Juan de Ávila y santa Hildegarda de Bingen).

Con frecuencia los desafíos de nuestra realidad nos inquietan y preocupan hasta el punto de movernos hacia la búsqueda de recetas eficaces y fórmulas de resolución de los problemas, cuando, en realidad, habríamos de buscar una renovación en el espíritu tal que, por la propia vuelta al Evangelio, hiciéramos éste significativo para el hombre de hoy, pues en sí mismo lo es; ¿o acaso no lo creemos? ¿Qué es lo que Ávila hizo en su tiempo? Propiciar una vuelta al Evangelio y, con ello, renovar la Iglesia; no de otra manera.

(1) En La confesión de la fe, EDICE, Madrid 2013, pp.203-210.